La crónica policial de la prensa dominicana es un parámetro más o menos objetivo que nos permite arribar a una conclusión que todo el mundo sospecha y proclama: la delincuencia “campea por sus fueros” en nuestro país, y los esfuerzos de nuestros órganos encargados de la prevención y persecución del delito no parecen estar en condiciones de dar la respuesta contundente que nuestra sociedad reclama contra el “flagelo de la delincuencia”.
Si bien lo anteriormente dicho constituye una “verdad de Perogrullo”, su proclamación suele acompañarse de una afirmación que parte de una premisa totalmente falsa: “la culpa es del ‘nuevo’ Código Procesal Penal". No solo es falsa esa afirmación por llamarle nueva a una norma jurídica votada en el año 2002, sino porque, como lo sugiere el intitulado de estas breves líneas, el problema no es la norma jurídica utilizada para investigar y hacer enjuiciar los ilícitos penales, sino la cultura de los operadores del sistema en general (jueces, fiscales, abogados, defensores públicos, policías, etc.; y no necesariamente en ese orden).
Es manido el argumento relativo a las “bondades” de la norma jurídica que dejó atrás el Código Procesal Penal (en lo adelante CPP), pues las normas jurídicas no son un fin en sí mismas. En este caso se comparan dos herramientas utilizadas en distintas etapas históricas, para cumplir con una función de política criminal del Estado. Desde el punto de vista de su eficacia, conversaciones informales con funcionarios judiciales y del ministerio público revelan que con el “nuevo” CPP el porcentaje de victorias del ministerio público (obteniendo condenas en contra de los acusados) supera actualmente el 50% (en Santiago es incluso mayor a un 70%), mientras que con el Código de Procedimiento Criminal de 1884 era apenas de un 8%.
Abordando otro aspecto de la eficacia de la norma vigente, el tiempo requerido para el procesamiento de los casos penales se ha reducido sustancialmente. Ejemplo de ello son las sentencias con autoridad de cosa juzgada que han sido emitidas respecto de la mayoría de los casos de fraudes bancarios que sacudieron República Dominicana durante el año 2003.
Lo anterior es muestra inequívoca de que la norma procesal penal, cuando se aplica conforme a los principios que la inspiran, es plenamente capaz de brindar la respuesta que espera la ciudadanía. El problema se presenta cuando los operadores del sistema son negligentes en el cumplimiento de sus responsabilidades procesales, engendrando con su desidia y negligencia una actividad procesal defectuosa que beneficia al acusado. Para poner correctivos sobre este asunto, algunos claman por una contrarreforma que nos acerque al Código de Procedimiento Penal francés actual, y otros por una modificación contraria a los principios rectores de nuestra normativa y a los derechos reconocidos a los procesados en los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos.
Pienso que la solución no está en ninguna de las posturas anteriores, sino en hacer cumplir la ley, terminando de este modo con la cultura de impunidad que parece haberse enquistado en nuestra psique colectiva. Es necesario sancionar más efectivamente a los abogados que de manera inescrupulosa se valen de chicanas para huirle al conocimiento de los juicios, a los fiscales que permitan que un proceso penal fracase por no cumplir a tiempo con los actos procesales bajo su responsabilidad, y a los jueces que sin causa justificada incurran en dilaciones que generen irregularidades que sean explotadas por la defensa para lograr descargos que jamás se habrían obtenido en caso de aplicarse correctamente el CPP.
Si bien lo anteriormente dicho constituye una “verdad de Perogrullo”, su proclamación suele acompañarse de una afirmación que parte de una premisa totalmente falsa: “la culpa es del ‘nuevo’ Código Procesal Penal". No solo es falsa esa afirmación por llamarle nueva a una norma jurídica votada en el año 2002, sino porque, como lo sugiere el intitulado de estas breves líneas, el problema no es la norma jurídica utilizada para investigar y hacer enjuiciar los ilícitos penales, sino la cultura de los operadores del sistema en general (jueces, fiscales, abogados, defensores públicos, policías, etc.; y no necesariamente en ese orden).
Es manido el argumento relativo a las “bondades” de la norma jurídica que dejó atrás el Código Procesal Penal (en lo adelante CPP), pues las normas jurídicas no son un fin en sí mismas. En este caso se comparan dos herramientas utilizadas en distintas etapas históricas, para cumplir con una función de política criminal del Estado. Desde el punto de vista de su eficacia, conversaciones informales con funcionarios judiciales y del ministerio público revelan que con el “nuevo” CPP el porcentaje de victorias del ministerio público (obteniendo condenas en contra de los acusados) supera actualmente el 50% (en Santiago es incluso mayor a un 70%), mientras que con el Código de Procedimiento Criminal de 1884 era apenas de un 8%.
Abordando otro aspecto de la eficacia de la norma vigente, el tiempo requerido para el procesamiento de los casos penales se ha reducido sustancialmente. Ejemplo de ello son las sentencias con autoridad de cosa juzgada que han sido emitidas respecto de la mayoría de los casos de fraudes bancarios que sacudieron República Dominicana durante el año 2003.
Lo anterior es muestra inequívoca de que la norma procesal penal, cuando se aplica conforme a los principios que la inspiran, es plenamente capaz de brindar la respuesta que espera la ciudadanía. El problema se presenta cuando los operadores del sistema son negligentes en el cumplimiento de sus responsabilidades procesales, engendrando con su desidia y negligencia una actividad procesal defectuosa que beneficia al acusado. Para poner correctivos sobre este asunto, algunos claman por una contrarreforma que nos acerque al Código de Procedimiento Penal francés actual, y otros por una modificación contraria a los principios rectores de nuestra normativa y a los derechos reconocidos a los procesados en los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos.
Pienso que la solución no está en ninguna de las posturas anteriores, sino en hacer cumplir la ley, terminando de este modo con la cultura de impunidad que parece haberse enquistado en nuestra psique colectiva. Es necesario sancionar más efectivamente a los abogados que de manera inescrupulosa se valen de chicanas para huirle al conocimiento de los juicios, a los fiscales que permitan que un proceso penal fracase por no cumplir a tiempo con los actos procesales bajo su responsabilidad, y a los jueces que sin causa justificada incurran en dilaciones que generen irregularidades que sean explotadas por la defensa para lograr descargos que jamás se habrían obtenido en caso de aplicarse correctamente el CPP.
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