Era el año de 1998. Atrás quedaban varios años durante los cuales conductores y pasajeros habían padecido de lodazales, desvíos, precipicios, etc. La autopista Duarte era reinaugurada, y el resultado parecía “insertarnos en la modernidad”. Al menos dos carriles de ida y dos de vuelta, que a veces se extienden hasta a cuatro, además de un pavimento perfecto y profusamente señalizado, nos hacían sentir que “estábamos en otro país” y nos invitaban a desplazarnos sintiéndonos seguros y plácidos. Aún durante la noche, dada la correcta iluminación, conducir por la única autopista nacional que merecía ese apelativo era una nueva y deleitante experiencia. Se había superado la condición de “avenida inter-urbana”, que atravesaba La Vega, Bonao y Villa Altagracia, para tener en lo adelante una vía que bordeaba esas localidades. Sin embargo, nuestra colectiva afición por la conducta del cangrejo pudo más que el afán de modernidad de algunos ciudadanos, y diez años después contemplamos impávidos có
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