Érase una vez cuando los bancos prestaban dinero con la sana intención de ganar un interés y de recuperar su capital, financiando la adquisición de los bienes requeridos para cubrir o satisfacer las necesidades humanas.
Érase una vez cuando el reembolso del capital y el pago de los intereses era la fuente de ingresos de las instituciones financieras.
Érase una vez cuando el valor de la garantía hipotecaria superaba entre un 10% y un 20% la cifra máxima a financiar para la adquisición de una vivienda.
Sin embargo, ese “cuento de hadas” cambió abruptamente cuando los hombres de negocios decidieron que en lo adelante el préstamo de dinero no solo tuviera como objeto ganar un interés y recuperar el capital. En lo adelante, el préstamo se convertiría (a través de la titularización) en un objeto de especulación en sí mismo, que sería comercializado en los mercados financieros, y adquirido por personas que no tienen ningún contacto con el deudor, aunque se benefician de la garantía hipotecaria. De este modo, el acreedor hipotecario no realiza operaciones para ganar un interés con el dinero prestado, sino para enajenar de inmediato sus operaciones de préstamo en los mercados.
Al actuar de esta manera, poco le importa al banco que la suma prestada iguale el valor de la garantía hipotecaria, pues el banco no está pensando en aguardar hasta que le paguen su dinero ni en el riesgo que ello implica, sino en obtener de inmediato una suma de dinero por cada una de las operaciones que enajena por esta vía. De esta forma, entre la apuesta a la plusvalía del bien inmueble que hace el comprador (deudor hipotecario) al adquirir una casa, sin aportar ningún inicial, y la prisa de los bancos por realizar más y más préstamos para poder comercializarlos en bolsa, se perdió de vista el fundamento económico de toda operación de préstamo: el negocio del prestamista es que le paguen el capital y los intereses en el tiempo convenido, y no ceder sus créditos en el mercado ni ejecutar la garantía, por más valiosa que esta sea.
La famosa “burbuja” especulativa que creció alrededor de estas operaciones, durante los últimos años, fue fiel al destino que le fija la naturaleza a toda burbuja: explotó. La simple especulación sobre bienes y servicios que carecen de valor en sí mismos, y la apuesta a actividades tendentes a la obtención de riquezas que no se fundamenten en trabajo o el intelecto humano, tienden siempre a un desenlace abrupto y a la corrección de la situación artificialmente creada.
La crisis financiera que vivimos hoy día es, en gran parte, consecuencia del contagio de los mercados por este tipo de operaciones. Sin embargo, es también la resaca que sigue a la juerga que tuvieron los países productores de petróleo, a costa de las naciones que no han sido dotadas con ese recurso, que vieron como sus presupuestos y sus balanzas de pago se hicieron añicos, debido a la forma intempestiva en que dichos precios más que se duplicaron en un período de un año.
Sin embargo, esta crisis puede representar a la vez una oportunidad. Podría ser la ocasión para que los líderes del mundo decidan abandonar el uso del petróleo como principal fuente de energía. Podría ser la época para que los mercados sean regulados de forma tal que se prevengan situaciones como el contagio creado por la crisis de las hipotecas basura. Podría ser la coyuntura para moderar un poco el capitalismo actual, salvaje y sin responsabilidad social. Podría ser el momento oportuno para que Wall Street empiece a parecerse cada vez menos a Las Vegas. Podría ser el fin de la era de los “paracaídas dorados” que les han permitido a los ejecutivos de empresas ganar cifras impronunciables, a pesar de sus gestiones desastrosas. Y quizás, talvez, podría aprovecharse el momento para que las cuestiones de negocios vuelvan a ser más sencillas y que, por ejemplo, dos más dos vuelvan a ser cuatro, y no cualquier otra cantidad que se le ocurra al “broker” que maneje nuestra cuenta…
Érase una vez cuando el reembolso del capital y el pago de los intereses era la fuente de ingresos de las instituciones financieras.
Érase una vez cuando el valor de la garantía hipotecaria superaba entre un 10% y un 20% la cifra máxima a financiar para la adquisición de una vivienda.
Sin embargo, ese “cuento de hadas” cambió abruptamente cuando los hombres de negocios decidieron que en lo adelante el préstamo de dinero no solo tuviera como objeto ganar un interés y recuperar el capital. En lo adelante, el préstamo se convertiría (a través de la titularización) en un objeto de especulación en sí mismo, que sería comercializado en los mercados financieros, y adquirido por personas que no tienen ningún contacto con el deudor, aunque se benefician de la garantía hipotecaria. De este modo, el acreedor hipotecario no realiza operaciones para ganar un interés con el dinero prestado, sino para enajenar de inmediato sus operaciones de préstamo en los mercados.
Al actuar de esta manera, poco le importa al banco que la suma prestada iguale el valor de la garantía hipotecaria, pues el banco no está pensando en aguardar hasta que le paguen su dinero ni en el riesgo que ello implica, sino en obtener de inmediato una suma de dinero por cada una de las operaciones que enajena por esta vía. De esta forma, entre la apuesta a la plusvalía del bien inmueble que hace el comprador (deudor hipotecario) al adquirir una casa, sin aportar ningún inicial, y la prisa de los bancos por realizar más y más préstamos para poder comercializarlos en bolsa, se perdió de vista el fundamento económico de toda operación de préstamo: el negocio del prestamista es que le paguen el capital y los intereses en el tiempo convenido, y no ceder sus créditos en el mercado ni ejecutar la garantía, por más valiosa que esta sea.
La famosa “burbuja” especulativa que creció alrededor de estas operaciones, durante los últimos años, fue fiel al destino que le fija la naturaleza a toda burbuja: explotó. La simple especulación sobre bienes y servicios que carecen de valor en sí mismos, y la apuesta a actividades tendentes a la obtención de riquezas que no se fundamenten en trabajo o el intelecto humano, tienden siempre a un desenlace abrupto y a la corrección de la situación artificialmente creada.
La crisis financiera que vivimos hoy día es, en gran parte, consecuencia del contagio de los mercados por este tipo de operaciones. Sin embargo, es también la resaca que sigue a la juerga que tuvieron los países productores de petróleo, a costa de las naciones que no han sido dotadas con ese recurso, que vieron como sus presupuestos y sus balanzas de pago se hicieron añicos, debido a la forma intempestiva en que dichos precios más que se duplicaron en un período de un año.
Sin embargo, esta crisis puede representar a la vez una oportunidad. Podría ser la ocasión para que los líderes del mundo decidan abandonar el uso del petróleo como principal fuente de energía. Podría ser la época para que los mercados sean regulados de forma tal que se prevengan situaciones como el contagio creado por la crisis de las hipotecas basura. Podría ser la coyuntura para moderar un poco el capitalismo actual, salvaje y sin responsabilidad social. Podría ser el momento oportuno para que Wall Street empiece a parecerse cada vez menos a Las Vegas. Podría ser el fin de la era de los “paracaídas dorados” que les han permitido a los ejecutivos de empresas ganar cifras impronunciables, a pesar de sus gestiones desastrosas. Y quizás, talvez, podría aprovecharse el momento para que las cuestiones de negocios vuelvan a ser más sencillas y que, por ejemplo, dos más dos vuelvan a ser cuatro, y no cualquier otra cantidad que se le ocurra al “broker” que maneje nuestra cuenta…
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