Desde hace ocho años sigue su agitado curso por nuestras cámaras legislativas un juicioso y bien ponderado proyecto de modificación del Código Penal, preparado por una comisión de juristas designados por el Poder Ejecutivo. Parte del debate que ha suscitado su conocimiento es la definición del tipo de sanciones que reclama nuestra sociedad en contra de los infractores de la ley penal, estando la opinión pública de acuerdo con un "endurecimiento". Por ello la discusión gira en torno a dos opciones enunciadas en el título: penas definitivas Vs. penas largas.
La decisión relativa a la duración de la pena a imponer debería estar ligada, necesariamente, al tiempo precisado para que se cumplan las funciones de la pena. No obstante, respecto de esas funciones que estaría llamada a cumplir la pena, la doctrina se encuentra lejos de la posibilidad de llegar a una posición unánime, y del todo convincente.
Por ejemplo, para Zaffaroni todas las teorías positivas de la pena son falsas: la pena no hace bien a nadie y no es más que otro de los hechos que demuestran la irracionalidad de nuestra sociedad (Cfr. Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros. “Manual de Derecho Penal. Parte General”. 2° Edición. Ediar, Buenos Aires, 2005, p. 37). En consecuencia, tomando la idea del autor citado, puesto que la pena no es más que un acto de violencia ejercido por el Estado, cuya utilidad y función siguen siendo acertijos para quienes razonan de manera crítica, no parece muy razonable inclinarse por la aplicación de penas definitivas, como serían la pena de muerte, la prisión a perpetuidad o la castración.
De las últimas penas mencionadas, la condena a muerte y la castración son sin duda contrarias a nuestra Constitución y a los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos que ha suscrito nuestro país, y que componen el bloque de constitucionalidad, por considerarse que son crueles e inhumanas. La pena de muerte es la que más ha merecido el tiempo y el esfuerzo de la doctrina, que establece en síntesis la posición de que a mayor poder punitivo del Estado, mayor será la brecha que nos separe de la meta de lograr un Estado de Derecho (Cfr. Ibid. p. 22). Particularmente, se cuestiona la posibilidad de autorizar al Estado a matar, pues ello conduciría al totalitarismo, a la confusión del Estado con la sociedad (y al reemplazo de la última por el primero). De igual modo, si se abre al Estado la posibilidad “legítima” de eliminar a un individuo por un fin (derecho penal), entonces no cabe duda de que podrían surgir cada vez nuevos fines que “justifiquen” semejante práctica, llevándonos hacia el abismo del Estado totalitario (Cfr. Binder, Alberto M. “Introducción al Derecho Penal”, 1° Edición, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2004, pp. 300-301).
Por otro lado se encuentra un problema: el fin del derecho penal. El derecho penal no es el instrumento de lucha en contra de la delincuencia con que se le suele confundir, sino el discurso de un saber jurídico que está orientado a la protección de cada ciudadano (y no solo a quien esté siendo procesado) en contra del poder punitivo del Estado, siendo esto último una manifestación del poder político (Cfr. Zaffaroni, Op. Cit., pp. 22 – 23).
De ahí que la decisión acerca del dilema que nos ocupa no debe tomarse en el candor del análisis de los hechos abominables descritos en la crónica policial de nuestra prensa escrita, sino tomando en cuenta que cada pena autorizada por nuestra legislación podrá ser impuesta a cualquier ciudadano al cual se juzgue y condene por los hechos que esa pena esté llamada a sancionar. Respecto de esa posibilidad de imposición de penas que recae sobre cada persona, es que el derecho penal está llamado a protegernos (instrumento de garantía), y por ello tampoco debemos inclinarnos hacia las penas definitivas.
En conclusión, lo pertinente parece ser aumentar la máxima duración de la pena privativa de libertad, aunque las escasas estadísticas de las que tengo noticia dan cuenta de que pocos se han pasado 30 años de reclusión en esta media isla.
La decisión relativa a la duración de la pena a imponer debería estar ligada, necesariamente, al tiempo precisado para que se cumplan las funciones de la pena. No obstante, respecto de esas funciones que estaría llamada a cumplir la pena, la doctrina se encuentra lejos de la posibilidad de llegar a una posición unánime, y del todo convincente.
Por ejemplo, para Zaffaroni todas las teorías positivas de la pena son falsas: la pena no hace bien a nadie y no es más que otro de los hechos que demuestran la irracionalidad de nuestra sociedad (Cfr. Zaffaroni, Eugenio Raúl y otros. “Manual de Derecho Penal. Parte General”. 2° Edición. Ediar, Buenos Aires, 2005, p. 37). En consecuencia, tomando la idea del autor citado, puesto que la pena no es más que un acto de violencia ejercido por el Estado, cuya utilidad y función siguen siendo acertijos para quienes razonan de manera crítica, no parece muy razonable inclinarse por la aplicación de penas definitivas, como serían la pena de muerte, la prisión a perpetuidad o la castración.
De las últimas penas mencionadas, la condena a muerte y la castración son sin duda contrarias a nuestra Constitución y a los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos que ha suscrito nuestro país, y que componen el bloque de constitucionalidad, por considerarse que son crueles e inhumanas. La pena de muerte es la que más ha merecido el tiempo y el esfuerzo de la doctrina, que establece en síntesis la posición de que a mayor poder punitivo del Estado, mayor será la brecha que nos separe de la meta de lograr un Estado de Derecho (Cfr. Ibid. p. 22). Particularmente, se cuestiona la posibilidad de autorizar al Estado a matar, pues ello conduciría al totalitarismo, a la confusión del Estado con la sociedad (y al reemplazo de la última por el primero). De igual modo, si se abre al Estado la posibilidad “legítima” de eliminar a un individuo por un fin (derecho penal), entonces no cabe duda de que podrían surgir cada vez nuevos fines que “justifiquen” semejante práctica, llevándonos hacia el abismo del Estado totalitario (Cfr. Binder, Alberto M. “Introducción al Derecho Penal”, 1° Edición, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2004, pp. 300-301).
Por otro lado se encuentra un problema: el fin del derecho penal. El derecho penal no es el instrumento de lucha en contra de la delincuencia con que se le suele confundir, sino el discurso de un saber jurídico que está orientado a la protección de cada ciudadano (y no solo a quien esté siendo procesado) en contra del poder punitivo del Estado, siendo esto último una manifestación del poder político (Cfr. Zaffaroni, Op. Cit., pp. 22 – 23).
De ahí que la decisión acerca del dilema que nos ocupa no debe tomarse en el candor del análisis de los hechos abominables descritos en la crónica policial de nuestra prensa escrita, sino tomando en cuenta que cada pena autorizada por nuestra legislación podrá ser impuesta a cualquier ciudadano al cual se juzgue y condene por los hechos que esa pena esté llamada a sancionar. Respecto de esa posibilidad de imposición de penas que recae sobre cada persona, es que el derecho penal está llamado a protegernos (instrumento de garantía), y por ello tampoco debemos inclinarnos hacia las penas definitivas.
En conclusión, lo pertinente parece ser aumentar la máxima duración de la pena privativa de libertad, aunque las escasas estadísticas de las que tengo noticia dan cuenta de que pocos se han pasado 30 años de reclusión en esta media isla.
Comentarios
Publicar un comentario